Hoy ando contenta. A pesar de que hoy me he dado cuenta, una vez más, que he sido un erizo casi toda mi vida. Probablemente aún lo soy. Y el probablemente lo escribo sólo por hacerme un cariño, un mimo.
Me contaba una persona a la que quiero mucho que tiene un cuento que se llama “El erizo que daba abrazos”… y descubro que en eso me he convertido en este camino, ni corto ni exento de actividad sísmica, de autodescubrimiento.
Aprendí a dar y recibir abrazos. Una vez un colega me dijo que soy una profesional del abrazo, que apetece quedarse en él. Otra vez, un joven desconocido se resistió a separarse aferrándose a mi abrazo, supongo yo que imaginando en mí a su madre.
Creo que sí soy buena abrazando, porque cuando lo hago lo siento, lo respiro, lo habito. Me lleno en un abrazo, me recargo en esa conexión que me recuerda que soy humana, soy persona y soy mujer, que estoy viva. No finjo ni necesito hacerlo. Hay algo que ocurre entre dos personas abrazándose que va más allá de las palabras, entrego y recibo a la vez como si un hilo con forma de infinito hiciera circular la energía entre ambos cuerpos.
Y, aunque dé ricos abrazos, soy un erizo. Un puto erizo. Aprendí a sentir intensamente, pero en secreto. Me engañé con discursos de libertad, de respeto al otro y a mí misma, de timidez, de la más castigadora de las insuficiencias… cualquiera que justificara mi silencio, y me encerré.
Haré caer mis barreras para dejar tocarme el alma. Lo declaré hace ya tres años. Ilusa, creí que con decirlo bastaba. Y era sólo el primer paso. A partir de ahí, lógicamente, lo primero era reconocer las barreras y empecé sin ser consciente que eso implica mirarme de frente, ser mi propio espejo, y observar mis movimientos. Mis movimientos de erizo.
El azar (¿será azar?) me fue confrontando con el pasado que dibujé y también con el que hubiera podido crear… si no hubiera callado. Me fue confrontando con algunas víctimas que fui dejando en el trayecto y revelándome a mí misma como víctima. Y con la estela de mi forma de vivir, de relacionarme.
Cuando me sentía entregada, insegura y tierna me percibían como distante, segura, dominando la situación. ¿Dominando? Cómo, si temía rasgarme por dentro en cualquier momento. Y seguramente por ese mismo miedo me disfrazaba de erizo. De puto erizo.
Ahora ya lo sé. Soy un erizo. Y debo aprender a no serlo, debo arrancarme el disfraz aunque ya esté pegado a la piel; aunque ya sea la piel.
Aquí dejo el primer jirón.